A tientas

Jaume Vaquer Sánchez
– ¿Estás segura de eso? – después de una imperceptible pausa.
Pues… segura no, pero es lo que siento. – inicia la frase insegura, pero la certeza inunda la afirmación final.
Mientras andaba por el pasillo en dirección al ascensor, se preguntaba cuánto de todo aquello fue producto del azar, y cuánto resultado de sus propias decisiones.
El sonido de sus zapatos, un tanto sucios a esas horas, se arrastró ligeramente hasta la puerta del ascensor, pasando ante puertas gastadas, alfombras añejas y cortinas con algún que otro remiendo requerido a voces.
No podía entender cómo a ella le gustaba ese edificio, pero para cuando llegó al ascensor, ya había saltado a otro pensamiento.
Sus ojos centelleaban en la oscuridad a intervalos de tan sólo unos segundos. No disfrutaba del cigarrillo: lo devoraba. Y de entre una de esas pausas, surgieron las únicas palabras que pronunció aquella noche: «Me marcharé mañana.».
Les siguieron un suspiro profundo, que pareció posarse en la oscuridad como una niebla certera adentrándose en un valle del que no saldría jamás.
Se quedaron callados, intuyéndose en las sombras el uno frente al otro, rebelados tan sólo por algún suspiro más profundo de lo estrictamente razonable.
Pero se despertaron abrazados, tumbados ambos en el sofá en una posición tan estudiada tras el paso de los años, que dolió ligeramente por su complicidad latente, pero repudiada.
– Cállate.
Tan sólo un intento, un abrir la boca para dejarla un instante abierta sin pronunciar palabra. Tan sólo un triste balbuceo.
– He dicho que te calles. – poniéndole el dedo índice dulcemente en los labios, símbolo de su silencio.
La tarde se había despertado como de una siesta demasiado larga. Atontada por los hechos y por las emociones. Como un punto y final donde debería haber habido un punto y seguido. Un punto y coma, a lo sumo.
Se habían evitado cuanto pudieron, pero las certezas enjauladas no son menos por no querer liberarlas.
Al final del segundo café, él abrió una botella de vino. Instintivamente cogió la buena, aquella que reservaban para cenas especiales.
Hoy no cenarían, pero era una ocasión especial…
Mientras descorchaba la botella, la miraba de reojo, y al coger las dos copas ella lo miró desde el sofá. Los ojos le brillaban un poco, pero sonrió mientras él se acercaba de nuevo con la botella y las dos copas.
Su mano se posó en su muslo con una trayectoria segura, confiada por los años y las vivencias. Por las incontables charlas y también por los silencios fortuitos, siempre agradables.
Incluso ahora, parecía que el silencio sólo era un compañero agradable que los sumía en ellos mismos; como siempre fue.
Y los silencios se interrumpían aquí y allá como campanadas de una iglesia demasiado cercana interrumpen inocentemente el sueño de algunos.
– He dicho que no.
– ¿Estás segura de eso?
– Pues… segura no, pero es lo que siento.