La Quema
Parte I

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Jaume Vaquer Sánchez
Las llamas, hambrientas, devoraban las hojas y las convertían en nerviosas formas que se alzaban y que perecían al instante, engullidas por un calor y una luz que parecían no tener fin.
Quemaban papeles, y sin saber lo que quemaban, quemaban pedazos de historia que no volverían jamás, que no serían recordadas, ni tan sólo por aquellos y aquellas que los vivieron.
Las llamas parecían llorar los recuerdos, las esperas, mientras las hojas se convertían en perfumes intensos que revoloteaban erráticamente entre las luces que las consumían en apenas un suspiro.
Miraba, hipnotizado, cómo los operarios iban cogiendo palada tras palada, papeles de una montaña que iba empequeñeciendo por momentos a la luz trémula y amarillenta de la hoguera. Sus gotas de sudor, sus hombros descubiertos enrojecidos por el calor, no lograban disimular su indiferencia. Su automatismo servil iba calcinando, poco a poco, todo cuanto fueron una vez esos papeles.
Repetían una y otra vez el mismo movimiento hasta que no quedó del montón, más que algunos papeles solitarios, esparcidos por el sucio suelo.
Uno de ellos se agachó, cogió los últimos rezagados, y los echó a las llamas.
No quedó de la montaña más que una imagen vaga en las mentes de quienes se marchaban ya, cubriendo de nuevo sus espaldas.
Él los miraba desde lo alto de una rampa, y por debajo del sombrero, su mirada perdida se iluminaba intermitentemente por alguna llama impulsiva, que alzaba su centelleo por encima de las del resto.
Con las manos en los bolsillos de la larga gabardina, observaba las llamas con quietud. Intentaba recordar inútilmente los nombres de aquellos cuya última constancia fueron los papeles convertidos ya en aire, en cenizas.
Incapaz, recordaba tan sólo algunas caras, unas temerosas, otras inconscientes…alguna soberbia. Y se preguntaba por qué no recordaba ni tan sólo uno de sus nombres.
Cerró los ojos en un intento futil de ahuyentar a los muertos, y en la oscuridad de sus adentros entraba tan sólo el crepitar de las llamas que convertían su alma en un oscuro crematorio, donde los rostros se desfiguraban como si fueran de cera, de papel…
En silencio, lo miraban una tras otra fijamente, sin mediar palabra y hasta consumirse por completo dejando paso al siguiente rostro en su memoria.
Incapaz de aligerar su irremediable culpa, abrió los ojos y empezó a bajar las escaleras de metal. Sus zapatos susurraban un eco frío y seco que se estampaba contra paredes y techos invisibles, en lo alto, lejos de las llamas.
Se acercó al fuego y lo miró una vez más antes de dar media vuelta de inmediato y marcharse para siempre de ese tenebroso lugar.
Un papel lo despertó de su ensoñación. Oculto tras una pila de piezas metálicas, había pasado inadvertido a los operarios, y aguantaba el calor, iluminadas sus letras con un frenesí de colores amarillentos y rojizos. Se agachó y lo recogió.
A la trémula luz de un millón de velas, leyó para sus adentros el principio del documento: «Frak Haas».
Siguiendo el primer impulso al que permitió adueñarse de sus actos, lo dobló, lo introdujo en el bolsillo interior de su gabardina, y se marchó.
Cuando salía por la puerta del antiguo edificio industrial, rezó para que nadie lo inspeccionara en el control.
El impulso irrefrenado, bien podría valerle el mismo destino que tuvieron las caras que permanecían inmóviles en su memoria…