El Valle
Parte III

Jaume Vaquer Sánchez
No toda la raza humana había desaparecido.
Pero John no lo sabía. Sólo había conocido a sus padres y por lo que le habían contado, eran los únicos.
No era cierto. En algunos rincones sobrevivían personas como él. Algunas con menos recursos, con menos educación, otras con más.
Algunas de esas personas eran buenas, y otras no. Pero John no lo sabía.
Disfrutaba, sin saberlo, de una vida comparativamente acomodada: con techo, con comida, con tranquilidad.
Otras personas en cambio, deambulaban en busca de algo que llevarse a la boca día tras día.
Y ese día, otras personas llegaron a su valle…
Día 3
La mañana se despertó tranquila.
Las nieblas se arrastraban pacientemente valle abajo, como de costumbre, bajo el manto interminable de nubes grises tapando un cielo que él no había visto jamás.
Mientras orinaba junto al árbol, algo lo sobresaltó.
Primero no se percató de ello, sólo fue una extrañeza. Como un murmullo inaudible en medio de una música frecuente. Un sonido que resulta extraño sin saber por qué.
Al cabo de un instante el sobresalto hizo que se quedara totalmente inmóvil, paralizado.
Oía voces a lo lejos, sobresaliendo tenuemente sobre el murmullo del río, colina abajo.
Instintivamente, recordó las palabras de su madre: «Recuerda siempre lo que te hemos enseñado sobre el mundo».
Se colocó detrás del árbol, e intentó discernir las voces, ubicarlas por encima del sonido del río discurriendo.
Pasados unos segundos, vio a dos personas en el huerto.
Sin pensar siquiera, entró en la casa, cogió la mochila y el poco agua que quedaba y echó a correr colina arriba.
Corrió tan rápido que tuvo que detenerse no muy lejos a recuperar el aliento. Se agazapó detrás de unas rocas y puso una mano en el suelo para descansar más los músculos temblorosos de las piernas.
Su aliento salía y se dibujaba ante él en forma de condensación que se disipaba rápidamente para ser reemplazada de nuevo con otra bocanada de aire de sus pulmones frenéticos.
Echó una mirada colina abajo, hacia la cabaña. Las dos personas la estaban rodeando y examinaban todo cuanto encontraban a su alrededor.
«Muévete», pensó, y cuando todavía no había recuperado el aliento, echó a correr de nuevo utilizando las rocas para no ser visto.
Corrió cuanto pudo, colina arriba, hasta otro grupo de rocas tras el que esconderse.
Volvió a recuperar el aliento y siguió ascendiendo hasta llegar a la cueva que encontraron una vez, hacía muchos inviernos, con su padre.
Entró en ella y se quedó paralizado varios minutos. Sondeaba el aire en busca de voces, sonidos.
Al rato sacó la cabeza con sumo cuidado por la boca de la cueva mirando colina abajo: nadie.
Le invadió una sensación de impotencia, de frustración, y deseó por un momento tener a sus padres para pedirles consejo, para dejar guiarse por ellos.
Pero estaba solo.
Se quedó en la cueva todo el día, inmóvil, analizando cualquier sonido que penetraba en la cueva desde el exterior.
Cuando cayó la noche, no se atrevió a encender fuego, así que se abrigó cuanto pudo con una pedazo de tela que había en la mochila y siguió escuchando en medio de la oscuridad más absoluta.
Mientras dormía, lo despertó el chasquido de una trampa cercana, y al rato, volvió a dormirse agotado por la tensión del día.
El murmullo de un pájaro lo despertó antes de que amaneciera, e instintivamente sacó la cabeza por la entrada de la cueva y observó.
A la tranquilidad de no ver ni oír a nadie, se le añadieron las dudas, las preguntas, la inseguridad.
¿Quiénes eran? ¿Dónde estaban? ¿Qué querían?
Encontró respuestas a algunas de sus preguntas en sus recuerdos, en conversaciones con su madre, cuando le explicaba cosas «sobre el mundo».
«Si algún día viene alguien aquí, querrá arrebatarte todo lo que tengas. Querrá tu comida, tus zapatos, tu ropa…todo. Y no dudará en hacerte daño para quitártelo.»
Sus palabras, envueltas en el sonido agradable de la voz materna, no dejaban de retumbar en sus oídos.
Despacio, con mucho cuidado, salió de la cueva y se refugió rápidamente en un grupo de rocas cercanas.
Desde ellas pudo ver cómo de la cabaña salía humo. Habían dormido en ella. Habrían utilizado su leña, su fuego. Seguramente habían comido de sus provisiones.
De nuevo, la sensación de impotencia y frustración, de miedo, le recorrió la columna, el estómago.
Decidió alejarse cuanto pudiera.
Mapeó mentalmente las trampas cercanas y las recorrió una por una desmontándolas. En la primeras encontró un conejo que agonizaba todavía.
Le rompió el cuello y lo ató a la mochila.
De nuevo en la cueva, metió todo lo que pudo en la mochila, se puso el resto bajo el brazo, y se fue.
Mientras ascendía colina arriba, no dejaba de pensar qué debía hacer. Qué habrían hecho sus padres. La única respuesta que encontraba era seguir subiendo intentando pasar desapercibido.
Cuando llegó a la cima, se arrastró por las rocas hasta el acantilado en el que solía sentarse a observar.
De la cabaña seguía saliendo humo.
Miró hacia el valle contiguo, después hacia la cabaña, y después…después miró hacia el gran puente gris, valle abajo.